15/1/24

Aportes, por Reinaldo Arenas





            Carlos Marx

no tuvo nunca sin saberlo una grabadora

estratégicamente colocada en su sitio más íntimo.

      Nadie lo espió desde la acera de enfrente

mientras a sus anchas garrapateaba pliegos y más pliegos.

Pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar pausadamente

contra el sistema imperante.

 

            Carlos Marx

no conoció la retractación obligatoria,

no tuvo por qué sospechar que su mejor amigo

podría ser un policía,

ni, mucho menos, tuvo que convertirse en policía.

La precola para la cola que nos da derecho a seguir en la cola

donde finalmente lo que había eran repuestos para

presillas («¡Y ya se acabaron, compañero!»)

le fue también desconocida.

 

      Que yo sepa

no sufrió un código que lo obligase a pelarse al rape

o a extirpar su antihigiénica barba.

Su época no lo conminó a esconder sus manuscritos

de la mirada de Engels.

(Por otra parte, la amistad de estos dos hombres

nunca fue «preocupación moral» para el Estado).

      Si alguna vez llevó a una mujer a su habitación

no tuvo que guardar los papeles bajo la colchoneta y,

por cautela política,

hacerle, mientras la acariciaba, la apología al Zar de Rusia

o al Imperio Austrohúngaro.

 

            Carlos Marx

escribió lo que pensó,

pudo entrar y salir de su país,

                        soñó, meditó, habló, tramó, trabajó y luchó

contra el partido o la fuerza oficial imperante en su época.

 

      Todo eso que Carlos Marx pudo hacer pertenece ya

a nuestra prehistoria.

Sus aportes a la época contemporánea han sido inmensos.

 

 

La Habana, junio de 1969

 

 

 

en Inferno. Poesía Completa, 2001

 




















18/12/23

Perder el tiempo, por Rodrigo Severin





Es una contradicción en los términos. Entre otras ra­zones, porque el tiempo no se crea ni se destruye, tal y como lo percibimos. Quizás hubo una creación, un big bang, pero ese no es el punto. Al menos no el punto de partida para estas vagas ideas, pues el tiempo “está dado”, constituye una dimensión que nos fija unos límites claros desde que sabemos que tenemos los días contados.

 

Ahora que mis momentos me llevan desorien­tado hacia la próxima estación, el próximo puerto o estadio, me replanteo el sentido de este viaje. ¿Será un corto episodio enfocado a la prosecución de utili­dades? ¿Será uno largo? ¿Voy conscientemente per­siguiendo un ocio infructífero? Más aun: ¿se puede calibrar la utilidad del ocio, si acaso la tiene? 

 

Proust, por ejemplo, enfrentó estos dilemas, imagino, cuando le llegó la hora de escribir su ilustrí­simo En busca del tiempo perdido, en sus últimos años, luego de haber vivido una vida disipada. La sola fac­tura de la obra maestra contradice la absurda acción que nos sugiere su título, la de buscar en los mean­dros de la nada los frágiles objetos de la conciencia y el inconsciente en los que se aventura la saga. 

 

Los artistas y los filósofos, en general, deben reestablecer mediante sus creaciones el desajuste que hay para las distintas calidades del uso que se da al tiempo. Corren el riesgo de quedarse entrampados en la nebulosa de este, que viene a ser el espacio pro­pio y la fuente de su creación, sin traer de vuelta al mundo la infinitud de ese presente que hubiesen po­dido cosechar y transfigurar en cuerpo estético. 

 

Este riesgo es por lo demás inevitable, porque es inherente al tiempo de ocio. El artista se construye desde allí; llega a ser el que es allí. Y quien no, es cualquier cosa menos artista. 

 

El ocio ha sido banalizado e irracionalmente negado en esta carrera cada vez más vertiginosa por la que transitamos. Y, sin embargo, hombre y artista narran su existir asentados desde el vacío que el ocio les concede. El tiempo se va, mas no se pierde; siem­pre se recupera, pues las acciones, por minúsculas que parezcan, por invisibles que se nos aparezcan, son el tejido sutil que da sentido al curso vital y al orden universal. La recuperación proactiva que ofi­cia el artista es una recuperación de segundo orden, ya que todo acto o pensamiento está de antemano redimido por la recuperación pasiva que opera infa­liblemente en todo viaje, cuando la existencia es todo y es lo único que realmente está en juego. 

 

Cuando dejamos este mundo, solo queda en nuestros compañeros de viaje una idea de quienes fuimos, una reserva en la memoria personal y en la colectiva. Este “dejo” dura una generación o dos hasta nuestros hijos, o tres hasta nuestros nietos, et­cétera. Y así, con el paso de las generaciones, ese re­cuerdo se va atenuando para difuminarse en la nada. Las pequeñas o grandes odiseas que protagonizamos quedan a resguardo en el lugar sin tiempo e informe que los antiguos llamaban Inferos. Los héroes pervi­ven más o menos, pero el pozo negro del tiempo, el cosmos de Chronos, se los devora.

 

 

 

en Cazando moscas: Obras casi completas, 2023

Boca Budi Books





















10/12/23

Si he de morir, por Refaat Alareer





Si he de morir

tú has de vivir

para contar mi historia

para vender mis pertenencias

para comprar un pedazo de tela

y unos cuantos hilos,

(que sean blancos, con una larga cola)

para que así un niño, en alguna parte de Gaza

mientras mire al cielo a los ojos

esperando a su padre quien partió en un destello—

y no dijo adiós a nadie

ni siquiera a su carne,

ni siquiera a sí mismo—

mire al volantín, el volantín que tú hiciste, volando arriba

y piense por un momento que un ángel se haya allí

trayendo amor de vuelta

 

Si he de morir

Deja que traiga esperanza

Deja que sea una leyenda.

 

 

 

Traducido y adaptado por Canela Carreras Fuenzalida

 

 

 

If I must die, / you must live / to tell my story / to sell my things / to buy a piece of cloth / and some strings, / (make it white with a long tail) / so that a child, somewhere in Gaza / while looking heaven in the eye / awaiting his dad who left in a blaze— / and bid no one farewell / not even to his flesh / not even to himself— / sees the kite, my kite you made, flying up /above / and thinks for a moment an angel is there / bringing back love // If I must die / let it bring hope / let it be a tale.

 

 

 

* Nota de edición: El poeta y activista palestino Refaat Alareer (23 de septiembre de 1979 – 7 de diciembre de 2023) fue muerto en un bombardeo israelí en Gaza. Con él se va una de las voces más importantes dentro del activismo por la causa palestina. Alareer fue uno de los fundadores de “We Are Not Numbers” (No Somos Números), un proyecto de apoyo a jóvenes de Gaza para convertirse en escritores. Ese proyecto lo apoya la organización proderechos humanos Monitor Euro-Mediterráneo, cuyo director, Ramy Abdu, denunció igualmente en un mensaje en Twitter que su muerte fue un asesinato deliberado. Al parecer, el activista había recibido una llamada telefónica de la inteligencia israelí sobre su localización en la escuela en que se refugió. En la llamada le informaron que le iban a matar. Por eso, dejó la escuela para no poner en peligro a otros. Sin embargo, fue bombardeado el departamento de su hermana al que había ido y murieron ambos y los cuatro hijos de ella. Pocos días antes de morir, Refaat escribió un poema llamado “If I must die, let it be a tale” por si era asesinado.











25/11/23

El arte de apilar ingleses, por Martín Cinzano





Yo también tengo algo para vos

dijo el villano antes de disparar a quemarropa 

en una serie gringa doblada en argentina 

—los detectives se boludeaban, un desastre—;

también Luca llamó ridículo al rock en español  

pero en Buckingham nunca imaginaron

que la traducción más implacable del football

consistía en el misterioso arte de apilar ingleses

con la zurda, uno tras otro desde mitad de cancha; 

entonces yo también tengo algo para vos

dijo el villano antes de disparar a quemarropa:

una rubia tarada, un gol trucho,

el grito congelado de un colimba

bajo el cielo de Malvinas 

 

 

 

                               25 de noviembre, 2020

 

 

 

A tres años de la muerte de Diego Armando Maradona





















9/10/23

“Oda a la vida”, de Pablo Neruda





La noche entera

con un hacha

me ha golpeado el dolor,

pero el sueño

pasó lavando como un agua oscura

piedras ensangrentadas.

Hoy de nuevo estoy vivo.

De nuevo

te levanto,

vida,

sobre mis hombros.

 

Oh vida,

copa clara,

de pronto

te llenas

de agua sucia,

de vino muerto,

de agonía, de pérdidas,

de sobrecogedoras telarañas,

y muchos creen

que ese color de infierno

guardarás para siempre.

 

No es cierto.

Pasa una noche lenta,

pasa un solo minuto

y todo cambia.

Se llena

de transparencia

la copa de la vida.

El trabajo espacioso

nos espera.

De un solo golpe nacen las palomas.

Se establece la luz sobre la tierra.

 

Vida, los pobres

poetas

te creyeron amarga,

no salieron contigo

de la cama

con el viento del mundo.

 

Recibieron los golpes

sin buscarte,

se barrenaron

un agujero negro

y fueron sumergiéndose

en el luto

de un pozo solitario.

 

No es verdad, vida,

eres

bella

como la que yo amo

y entre los senos tienes

olor a menta.

 

Vida,

eres

una máquina plena,

felicidad, sonido

de tormenta, ternura

de aceite delicado.

 

Vida,

eres como una viña:

atesoras la luz y la repartes

transformada en racimo.

 

El que de ti reniega

que espere

un minuto, una noche,

un año corto o largo,

que salga

de su soledad mentirosa,

que indague y luche, junte

sus manos a otras manos,

que no adopte ni halague

a la desdicha,

que la rechace dándole

forma de muro,

como a la piedra los picapedreros,

que corte la desdicha

y se haga con ella

pantalones.

La vida nos espera

a todos

los que amamos

el salvaje

olor a mar y menta

que tiene entre los senos.

 

 

 

en Odas elementales, 1954





















21/8/23

El fin del mundo, por António Lobo Antunes





Esto puede haber acabado, pero no soy tan tonto como para ponerme a llorar delante de ti. Por el contrario: me presento con una sonrisa como si nada, me siento a la mesa, me pongo la servilleta al cuello para no salpicarme la camisa (mi madre, pobre, que ya ve mal, las pasa moradas con las manchas) digo:

 

–Buenas noches, Manuela y tomo la sopa hasta el final, hablando de esto y de lo de más allá, sin dar a entender que estoy triste, que tengo un nudo en la garganta, que siento mi vida destrozada porque te juro que no soy tan tonto como para ponerme a llorar delante de ti. Tú te levantas, me quitas la cuchara, pones mi plato encima del tuyo, traes el arroz con conejo de la cocina y yo abriendo una botella de cerveza que a veces siempre ayuda un poco a disipar la tristeza y el nudo en la garganta y mientras me sirvo arroz me quedo a la espera de que me hables de Carlos.

 

En el fondo puede ser que la culpa sea mía por postergar constantemente la boda contigo, venir aquí los lunes y los jueves e irme a la una de la mañana con la disculpa de que mi vieja me necesita, que con la edad deja la puerta abierta y se olvida del gas, que soy hijo único y solo me tiene a mí, cuando la verdad es que los compromisos me asustan, me asusta la idea de que quieras tener hijos (no se me dan bien los niños) y con tantas disculpas y tantas postergaciones era más que seguro que acabarías cansándote y si no hubiese sido Carlos habría sido otro, Carlos por lo menos es un muchacho sosegado, le gustas, su madre es quince años más joven que la mía y tiene una salud de hierro y una mujer no puede pasarse toda la vida a la espera de que un fulano se decida, pasarse la mayor parte de las noches sin compañía viendo videos en el televisor, a una mujer le hace falta compañía, conversar, un hombre al que atender y yo no sirvo para eso, Manuela, me paso la noche mirando el reloj con miedo a perder el barco, me despido deprisa con un beso en la frente, telefoneo rápidamente desde el trabajo hasta que la semana pasada me dijiste –Tengo que hablar sin falta contigo y yo entendí que me querías aclarar que Carlos estaba dispuesto a darte lo que yo nunca te he dado, que no iba con tu manera de ser quedarte sola, ir sola a la playa, ir sola al cine, aguantar las anginas sin nadie al lado, oigo mi voz –El arroz con conejo está buenísimo harto de saber que no era eso lo que querías oír, harto de saber que lo que querías oír era –Quiero casarme contigo, olvida a Carlos pero no puedo, no soy capaz, me gustas y no obstante no me veo, ¿entiendes?, viviendo contigo, el amor es una cosa tan extraña, Manuela, te aseguro que siento amor por ti, te aseguro que me encantaría tomarte de la mano –Quiero casarme contigo, olvida a Carlos y las palabras no salen, tú a la espera y las palabras no salen, tú asegurándome en silencio –Si te quedas, no quiero saber nada de Carlos y de lo único de lo que soy capaz, qué estupidez, es de elogiar el arroz con conejo que has preparado en lugar de elogiarte a ti, tomarte de la mano, declarar –Te quiero porque te quiero, porque no conozco a nadie que haga macramé tan bien como tú, que tenga la casa tan limpia, la ropa tan cuidada, ni una mota de polvo en los muebles, no conozco a nadie que me trate como tú me tratas, creo que Carlos tiene una suerte enorme, creo que voy a sentir tu falta doliéndome por dentro y sin embargo no soy tan tonto como para llorar delante de ti, hablo contigo como si nada, encajo la servilleta en la argolla, me levanto, me abrocho la chaqueta y tú –Tengo que hablar sin falta contigo yo, que no soy tan tonto como para llorar delante de ti, aferrándome al picaporte –Mañana, mañana sabiendo perfectamente que no voy a venir mañana, que no voy a venir nunca más, que si viniese encontraría la mesa puesta y a Carlos sentado en mi lugar comiendo mi arroz con conejo y proponiéndote –Vamos a ocuparnos de los papeles en el Registro Civil sabiendo perfectamente que dentro de dos o tres meses iré al jardín de la Gulbenkian a echar un vistazo, y allí estaréis vosotros y los padrinos haciendo fotografías junto a la estatua, junto al lago, y puede ser que me veas, Manuela, que me distingas en medio de los arbustos, puede ser que me mires como ahora me miras –Tengo que hablar sin falta contigo sólo que no dirás nada porque es tarde, no puedes pasarte el resto de tu vida yendo sola a la playa, al cine, aguantando las anginas sin nadie al lado, tal vez me saludes, tal vez yo te salude y coja enseguida el autobús porque mi vieja me necesita, con la edad deja la puerta abierta y se olvida del gas, al entrar mi madre, preocupada –Vienes muy pálido, Jorginho yo muy deprisa:

 

–No es nada, madre y me siento en el patio de la parte trasera hasta que se hace de noche y sin llorar, claro, no soy tan tonto como para ponerme a llorar, qué mariconada llorar, yo no lloro, no pienses que lloro, no lloro, me siento en el patio de la parte trasera hasta que se hace de noche y les doy maíz a las gallinas, les doy maíz a las gallinas, les doy maíz a las gallinas.

 

 

 

en Libro de crónicas, 2013




















1/8/23

poesía testigo, por Edgardo Mantra





Fragmentos

1. aglutina el mayor número de referencias en una for­ma condensada, o no. 

2. puede hablar de una o varias personas, de un modo multirreferencial y al mismo tiempo, todas esas perso­nas pueden ser una o un objeto o lugar. 

3. puede ser una simple lista, o no, o viceversa.

4. radicará en la musicalidad y no siempre tendrá sen­tido lo que se escriba o declame. sin embargo, la múl­tiple carga significativa será el elemento que dotará de emociones lo dicho. 

5. es cualquier manifestación creativa. puede ser ex­presada con impresos, música, gráfica, visuales, orales, digitales o físicos. incluso con cosas que aún no se in­ventan. 

6. puede incluir afiches, stikers, dibujos, fotografías, noticias, sueños, tikets, programas de radio o televi­sión, internet o ya sea que se expropien directamen­te de la calle, casa, historiales clínicos, se recuerden, usurpen, vean, filmen, graben o anoten. 

7. el poema del testigo puede ser multidireccional, pen­sando que todas las fuentes de inspiración poseerán a quien cante sus versos. ya sea de lecturas, personajes de la tv, cómics, películas, radionovelas, personajes histó­ricos o populares de cada región, así como sus dichos, historias, canciones o anuncios. 


[...]


9. el creador de poemas testigos puede sacar la calle del pueblo o barrio o gran ciudad, porque sabe que en todos lados se encuentra la poesía. en ese sentido serán grandes metiches y revoltosos a la espera de impreg­narse de las sensibilidades que el ecosistema le provea. 

10. también puede cimentar su trabajo en procesos his­tóricos, políticos, culturales o económicos. 

11. ser testigo de : es una suma o una resta o una mul­tiplicación o una división o una gráfica. todo proceso matemático al servicio de un retrato hablado, hecho para encontrar al presunto ejecutor del cual somos tes­tigos. 

12. es un embrujo, un encantamiento y un contrato. es capturar el momento de muchos momentos con toda la magia implícita. y, por lo tanto, no depende de nin­gún truco. 

13. al ser tan amplía, no importará si recurre a otros idiomas, servicios postales, electrónicos o biológicos. 

14. la poesía testigo delata y describe, aunque a nadie interese o, aunque nadie pregunte. en ese sentido el posible receptor, no siempre se sentirá merecedor del mensaje. 


[...]


16. nuestro mayor pilar será la acción, porque lo que se dice, no siempre se hace, pero lo que se hace siempre dirá algo, no importa si es bueno o malo. 

17. realizará lecturas y talleres literarios con personas que no comulguen con tu escritura. lee a quienes no te parezcan buenos. difundir el trabajo de más personas. recuerda que la belleza se encuentra en todo. esa será tu virtud y maldición: total. 


[...]


20. usurpa todo bien que cualquiera pretenda aglome­rar. si puedes adulterar algún contenedor de informa­ción: no dudes en hacerlo.


21. ojo : recuerda que, si alguien hace algo mal, tú lo puedes hacer peor. y eso esta bien. 


[...]


23. escribe libros y usa seudónimo, incluso puedes usar el nombre de un autor reconocido. libéralo en físico o digital, si resulta bueno, no presumas ni alardees, ese plato se come solo. si es malo, acepta las críticas y co­mete las verdades en privado. ahí encontrarás el atp que le dará nutrientes a tus células creativas. 


 

 


en Testigo, 2023

Boca Budi Books

 















17/7/23

Madrid, por Ariel Rioseco





A las diez exactas,

Se sentaba e imaginaba recorriendo la angosta calle, 

Exaltado ante el resplandor de sus ojos 

Y la memoria hecha de abismos y fragmentos.

Las estaciones y la magistral palabra 

Incompleta, sepultaron aquella verdad

Mientras su mirada recorría los pasadizos

Y callejuelas de la gran ciudad.

Y al igual que los amantes,

Que iluminan la noche envenenada,

Hizo temblar los días más absurdos 

Tras haber perdido, parcialmente, la razón.

 

 

 

en La ciudad de los pájaros, 2023

Boca Budi Books
















3/7/23

Niños y adultos, por José Emilio Pacheco





A los diez años creía

que la tierra era de los adultos.

Podían hacer el amor, fumar, beber a su antojo,

ir adonde quisieran.

Sobre todo, aplastarnos con su poder indomable.

Ahora sé por larga experiencia el lugar común:

en realidad no hay adultos,

sólo niños envejecidos.

Quieren lo que no tienen:

el juguete del otro.

Sienten miedo de todo.

Obedecen siempre a alguien.

No disponen de su existencia.

Lloran por cualquier cosa.

Pero no son valientes como lo fueron a los diez años:

lo hacen de noche y en silencio y a solas.

 

 

 

en La arena errante, 1999





















12/6/23

La pantera, por Sergio Pitol





El sentimiento de aterrada ternura que su aparición me produjo fue la magia que más decisivamente penetró en mi niñez. Nada conocí que confundiera de tan cabal manera lo grandioso con lo bestial. En las noches siguientes imploré, casi con lágrimas, su presencia. Mi abuela repetía hasta la saciedad que de tanto jugar a los bandidos acababa por soñarlos y en efecto, sucedió que después de incesantes juegos en que la persecución y el simulacro de la villanía eran los únicos ingredientes, el coraje y la sangre visitaron mis noches. En aquel tiempo, por otra parte, ir al cine se reducía a ver una sola película con ligeras variantes de función a función: el invariable tema lo proporcionaba la ofensiva aliada en contra de las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite habíamos visto caer los obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego, la penumbra de los refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos raros y grandes, casas sin fachadas, y el mechón de Verónica Lake, impasible frente a la metralla nipona en tanto que un grupo de heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi alcoba, y que una multitud de cuerpos mutilados, cráneos de enfermeras, colegios y hospitales en llamas me lanzaran a la vigilia y a buscar protección en el cuarto de mi hermano.

 

Con plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie, ni siquiera a mí mismo, divertían. El acostumbrado antagonismo entre policías y ladrones o entre aliados y alemanes fue sustituido por el de otros fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras atacaban a los nativos, juegos de cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y rabia al ser perseguidas por los cazadores, juegos donde las panteras combatían encarnizada—mente con los caníbales. Pero ni eso, ni la contemplación reiterada de películas de la selva hicieron posible que la visión se repitiera. 

 

Su imagen persistió en mí durante una temporada que ahora imagino bastante larga, aunque con dolor tuve que ir comprobando que la imagen se hacía cada día más endeble, que mansamente se le diluían los rasgos. El tiempo, que no es otra cosa que un flujo zigzagueante de olvidos y recuerdos, anula, en definitiva, la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria. Senda urgencia de volver a verla para escuchar el mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir. La noche en que apareció, después de trazar un gracioso rodeo alrededor de un sillón, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspirara, las cerró nuevamente con un dejo de agraviada tristeza. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido. Durante días y días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba con dureza el haber podido imaginar que aquel gracioso animalillo tuviese intenciones de devorarme. Si su mirada era amable, tierna, suplicante, y su hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre, para la caricia y el juego. 

 

Nuevas e ineludibles horas vinieron a sustituir a aquéllas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había sido mi constante pasión. No solamente llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar ya con precisión la causa que los originara. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme en el cultivo de la letra y en el difícil manejo de los colores y las líneas. 

 

Triviales, soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados, engañosos y sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la noche de ayer, en que sorpresivamente, como en aquel sueño infantil y bárbaro, volví a escuchar el ruido de un objeto que caía en la habitación contigua. Lo irracional que cabalga siempre dentro de nosotros, adquiere en determinados momentos un galope tan enloquecido y aterrador, que cobardemente apelamos (llamándole razón) a ese solemne conjunto de normas con que intentamos reglamentar la existencia, a esos vacuos convencionalismos y autoengaños con que se pretende detener el vuelo de nuestras intuiciones y vivencias más profundas. Así, aun dentro del sueño, traté de apelar a una explicación racional, arguyendo que el ruido lo habría producido la entrada de un gato que a menudo entraba a dar cuenta de los desperdicios de la cocina. Soñé que reconfortado por esa aclaración volvía a dormir para despertar poco después, al percibir con toda claridad, cerca de mí, sus pasos. Frente al lecho, contemplándome entre divertida y melancólica estaba ella. Recordé en el sueño la visión anterior, los años transcurridos habían logrado modificar únicamente el marco. Ya no existían los muebles pesados de nogal, ni el soberbio candil de bronce que por un privilegio especial mi abuela había hecho colocar sobre mi cama, ni el gigantesco ropero adosado a la pared; sólo mi expectación y la pantera permanecían inmutables, cual si entre ambas noches hubiesen transcurrido solamente unos breves segundos. La alegría, confundida con un leve temor, me penetró. Recordé minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento y azorado esperé su mensaje. 

 

Ninguna prisa atenazaba al animal. Con paso lento, lánguido y artero se paseó frente a mí describiendo pequeños círculos; luego con salto certero alcanzó la chimenea, removió las cenizas y volvió al centro de la habitación; me observó fijamente, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar. 

 

Todo lo que pudiera decir sobre la felicidad descubierta en ese momento no haría sino empobrecerla. Mi destino se rebelaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura divinidad. El sentimiento de exultación y júbilo alcanzó un grado de intolerable intensidad. Imposible encontrarle parangón. Nada, ni siquiera alguno de esos efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos, paradójicamente, la eternidad, me produjo el efecto logrado por su voz. 

 

La emoción, al hacerme despertar, desterró la visión; no obstante, permanecían vivas aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en una media cuartilla hallada en el escritorio. 

 

Al volver a la cama caí en un profundo sueño, del que no se alejaba la conciencia de que el enigma quedaba descifrado, que los obstáculos que de mis días habían hecho un tiempo sin horizontes se derrumbaban vencidos. 

 

Sonó el despertador. Con infinita ternura contemplé la hoja blanca en que se vislumbraban aquellas doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y leerlas de inmediato hubiera sido el recurso más fácil. En vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y nerviosamente con forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo cual, estremecido por un leve temblor, corrí a leer el mensaje. 

 

Veinte años tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no puede ser gratuito. La solemnidad de ese sueño no debe atribuirse a un simple desperfecto funcional. No, había algo en su mirada, sobre todo en su voz, que hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la representación de una fuerza y de una inteligencia instaladas más allá de lo humano. Y, sin embargo, con estupor y desolada vergüenza, debo confesar que las palabras anotadas eran apenas una mera enumeración de sustantivos triviales y anodinos, que asociados no hacían sentido alguno. Por un momento dudé de mi cordura. Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas. Uní todas las palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí días y noches en minuciosas y estériles combinaciones filosóficas. Nada logré poner en claro. 

 

El revelárseme que los signos ocultos están inficionados de la misma torpeza, del mismo caos, de la misma desgana, que padecen los hechos visibles, lejos de abatir mis esperanzas ha acabado por fundamentarlas. 

 

Sé que una noche volverá la pantera. Tal vez tarde en hacerlo otros veinte años. Entonces hablaremos de esas palabras que ya nunca podré olvidar, y juntos, ella y yo, trataremos de aclararlas y hallarles su sentido. Tal vez no viniera, como yo imaginé, a descifrar mi destino, sino a implorar un auxilio para desentrañar el suyo.

 

 

México, mayo de 1960

 

 

 

en Todos los cuentos, 2000